Como un viernes más, el pasado lo pasé en el hospital, con mi chaleco rojo y otra de las voluntarias de Cruz Roja. Fue una tarde amena, y divertida, en la que aunque fuera por unas horas, volví a mi infancia. Estuvimos pintando un mural enorme. Pintando como se pinta de verdad; manchándolo todo, desde la mesa hasta tu camiseta.
Eran ya más de las siete y media, tenía las manos de mil y un colores, los niños se iban y era hora de recoger. Entonces asoma por la puerta la enfermera, nos mira, y al salir la oigo decir: pasa ahora si quieres,no hay apenas niños. Entró una niña que venía de oncología, con tan solo trece años. La impresión es algo fuerte, verla entrar, blanquecina y sin pelo por culpa del maldito cáncer, con una máscara que tapaba todas las facciones de su cara, y te impedía ver si reía o lloraba. Y una máquina enorme, con pantallas que mostraban miles de números, conectada a ella. Nos preguntó que si podía pasar. En realidad estábamos ya recogiendo, a las ocho acababa nuestro tiempo de visita en el hospital y ambas habíamos hecho planes. ¿Pero cómo decirle que no? Le preguntamos que si le gustaría hacer con nosotras unas flores de cartón.
Nos contó que se aburría tanto allí, que las horas entre aquellas paredes blancas se le hacían interminables. Además no podía recibir muchas visitas, ya que sus defensas no estaban por la labor de defenderla, ni siquiera del más simple resfriado que alguien pudiera contagiarle.
Cuando a las ocho y media la llamaron para cenar, yo sé que salió de aquella habitación sonriendo, porque aunque seguía sin poder verle la cara, sus ojos la delataban.
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