viernes, 1 de noviembre de 2013

Después de la tempestad llega la calma. Una calma que no es eterna, cierto, solo la fase que tocaba en este ciclo que se repite hasta la infinitud. Eterna o no, era necesaria. Como quien lleva mucho con la garganta seca y necesitaba a gritos un vasito de agua. Pues eso. Y divagando un poco como suelo hacer, los niños son terapeúticos. "La alegría de una casa", dice siempre mi madre. Alegría y enfado a veces. Así que más que alegría, yo diría vida. Los niños está rebosantes de vida, de emociones, de amor. Los niños aún no saben odiar de verdad. Puede que por eso me gusten tanto los niños.


Quizás cuando salimos y nos emborrachamos solo buscamos eso, un poco de vida. Ser niños sin tener que dar demasiadas explicaciones. No me suele gustar dar explicaciones. Solo a determinadas personas, y puede que precisamente esas, sean las que no las necesitan. Porque ya me conocen. Ya saben por qué actúe de tal o cual modo. Antes de que abra la boca probablemente ya saben qué voy a decir, pero aún así me dejan hablar. Saben que me hace bien que me escuchen.

Necesitaba que ella me escuchara, y oírla del mismo modo. Ha sido alguien tan ligada a mi desde hace 15 años (que no es poco), que no quiero distanciarme de ella lo más mínimo. La echo tanto de menos a veces. Me gustaría seguir sabiéndolo todo de ella, no perderme nada: qué profesor ha sido el que le ha jodido la mañana, qué tontería ha dado lugar a la pelea de hoy con su hermano o qué camiseta nueva se ha comprado. Da igual que sean cosas superfluas, son sus cosas y no quiero perderme ninguna. Y aunque se que es inevitable, espero no perderme al menos las importantes.
Te quiero mucho enana.

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